El novelista valenciano Gonzalo Moure ha propuesto llamar síndrome de Mozart a lo que los médicos venían denominando desde los años sesenta síndrome de Williams, una anomalía genética que afecta a una de cada 20.000 personas y suele ir asociada a un estrechamiento de las arterias, un retraso mental moderado y un excepcional talento musical. En mayo pasado, cuando ganó el premio de literatura juvenil Gran Angular por su novela El síndrome de Mozart, Moure declaró: "He querido dar difusión a algo que no estoy seguro de que sea una degeneración genética hacia abajo, y que tal vez debería ser tratado más bien como un fallo hacia arriba, debido a las capacidades de sus afectados". Bella idea ésta del fallo hacia arriba. ¿Puede sujetarse?
El síndrome de Williams es muy complicado. Aparte de los problemas arteriales y otros del tejido conectivo, los afectados tienen una cara y una voz peculiares, que a menudo bastan para que un especialista diagnostique su condición, y tienden a padecer hernias inguinales y umbilicales, complicaciones rectales y vesiculares, estrabismo, fragilidad en la piel y debilidad en las articulaciones. Su mente también es especial. Muestran un grado variable de retraso mental, suelen padecer ansiedad y déficit de atención y sacan muy bajas puntuaciones en las pruebas de percepción espacial, pero tienen una personalidad extremadamente amigable, son buenos con el lenguaje y la memoria auditiva y están a menudo superdotados para la música. Muchos de ellos poseen lo que los músicos llaman oído perfecto: escuchan una nota aislada y saben que es re bemol, del mismo modo que el lector ve un color aislado y sabe que es violeta.
Pero esa complejidad no debe despistarnos, porque es un reflejo directo de la complejidad genética subyacente. No se trata de una alteración en un único gen, como la inmensa mayoría de las enfermedades hereditarias, sino de un gran agujero en el cromosoma 7. El agujero (deleción, en la jerga) mide un millón y medio de letras en el ADN y se lleva por delante 16 genes enteros. Los problemas arteriales se deben a sólo uno de esos genes, llamado ELN. Es posible, por tanto, que el talento musical excepcional se deba a otro gen, y que pueda disociarse de los demás aspectos del síndrome. Si fuera así, Moure tendría un punto.
Les hablaba ayer de Michael Gazzaniga, el influyente director del programa de Neurociencia Cognitiva del Darmouth College. En cierta ocasión recibió en su despacho a un joven científico francés que le dijo:
-Buenas tardes, doctor Gazzaniga. Me llamo Jean-Christophe Marchand y quería discutir con usted sobre la lesión cerebral de Immanuel Kant.
-Perdón, ¿la qué? -fue lo único que atinó a decir Gazzaniga.
Según le explicó Marchand, los escritos de Kant eran un ejemplo de claridad conceptual y transparencia expositiva hasta que su autor cumplió 47 años. Fue entonces cuando Kant empezó a escribir sus grandes obras filosóficas, mucho más opacas y centradas en la idea de que el conocimiento humano se basa en estructuras innatas e independientes de las emociones. Fue también a los 47 años cuando Kant empezó a quejarse de dolores de cabeza y a perder la vista con el ojo izquierdo.
-De todo lo cual -concluyó Marchand- puede inferirse que Kant desarrolló a los 47 años un tumor en el lóbulo prefrontal izquierdo de su cerebro, en el que reside la capacidad del lenguaje y la interacción de la razón con las emociones.
¿Tendrán razón Moure y Marchand? Tendría gracia. Uno de los mayores tesoros musicales de Occidente sería el efecto secundario de un error genético, y un pilar de la filosofía contemporánea estaría cimentado en un tumor, es decir, en otro error genético ocurrido en las neuronas del cerebro que lo concibió.
No lo sabemos, pero ninguna de las dos ideas es absurda a priori. Al fin y al cabo, ¿qué es la evolución sino una paciente colección de fallos hacia arriba?
El síndrome de Williams es muy complicado. Aparte de los problemas arteriales y otros del tejido conectivo, los afectados tienen una cara y una voz peculiares, que a menudo bastan para que un especialista diagnostique su condición, y tienden a padecer hernias inguinales y umbilicales, complicaciones rectales y vesiculares, estrabismo, fragilidad en la piel y debilidad en las articulaciones. Su mente también es especial. Muestran un grado variable de retraso mental, suelen padecer ansiedad y déficit de atención y sacan muy bajas puntuaciones en las pruebas de percepción espacial, pero tienen una personalidad extremadamente amigable, son buenos con el lenguaje y la memoria auditiva y están a menudo superdotados para la música. Muchos de ellos poseen lo que los músicos llaman oído perfecto: escuchan una nota aislada y saben que es re bemol, del mismo modo que el lector ve un color aislado y sabe que es violeta.
Pero esa complejidad no debe despistarnos, porque es un reflejo directo de la complejidad genética subyacente. No se trata de una alteración en un único gen, como la inmensa mayoría de las enfermedades hereditarias, sino de un gran agujero en el cromosoma 7. El agujero (deleción, en la jerga) mide un millón y medio de letras en el ADN y se lleva por delante 16 genes enteros. Los problemas arteriales se deben a sólo uno de esos genes, llamado ELN. Es posible, por tanto, que el talento musical excepcional se deba a otro gen, y que pueda disociarse de los demás aspectos del síndrome. Si fuera así, Moure tendría un punto.
Les hablaba ayer de Michael Gazzaniga, el influyente director del programa de Neurociencia Cognitiva del Darmouth College. En cierta ocasión recibió en su despacho a un joven científico francés que le dijo:
-Buenas tardes, doctor Gazzaniga. Me llamo Jean-Christophe Marchand y quería discutir con usted sobre la lesión cerebral de Immanuel Kant.
-Perdón, ¿la qué? -fue lo único que atinó a decir Gazzaniga.
Según le explicó Marchand, los escritos de Kant eran un ejemplo de claridad conceptual y transparencia expositiva hasta que su autor cumplió 47 años. Fue entonces cuando Kant empezó a escribir sus grandes obras filosóficas, mucho más opacas y centradas en la idea de que el conocimiento humano se basa en estructuras innatas e independientes de las emociones. Fue también a los 47 años cuando Kant empezó a quejarse de dolores de cabeza y a perder la vista con el ojo izquierdo.
-De todo lo cual -concluyó Marchand- puede inferirse que Kant desarrolló a los 47 años un tumor en el lóbulo prefrontal izquierdo de su cerebro, en el que reside la capacidad del lenguaje y la interacción de la razón con las emociones.
¿Tendrán razón Moure y Marchand? Tendría gracia. Uno de los mayores tesoros musicales de Occidente sería el efecto secundario de un error genético, y un pilar de la filosofía contemporánea estaría cimentado en un tumor, es decir, en otro error genético ocurrido en las neuronas del cerebro que lo concibió.
No lo sabemos, pero ninguna de las dos ideas es absurda a priori. Al fin y al cabo, ¿qué es la evolución sino una paciente colección de fallos hacia arriba?
Javier Sampedro
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