Dentro de la ya poco ortodoxa producción de Zelenka, la Missa votiva presenta unos rasgos únicos. Escrita en 1739, no parece haber sido concebida para el servicio religioso de la corte de Dresde, donde desde 1735 Zelenka desempeñaba el cargo de “compositor de iglesia”. Es incluso dudoso que haya sido interpretada alguna vez. Igual que la grandiosa Misa en si menor de Bach, podría entenderse como un ejercicio desvinculado de la liturgia concreta y concebido como una summa de las posibilidades musicales de su tiempo y, por supuesto, de su autor. La última página de la partitura aclara el misterio: la misa fue compuesta como voto tras recuperarse Zelenka de una grave enfermedad.
El texto latín está articulado aquí en una serie de números cerrados repartidos entre el coro y los solistas vocales. Las arias solistas (cinco) despliegan un atractivo más inmediato y directo por sus intrínsecas cualidades melódicas, de las que da fe el luminoso y sobrecogedor “Benedictus”. Igual de fascinante resulta el “Et incarnatus”, con su atormentado cromatismo: una especie de prefiguración de los sufrimientos terrenales de Cristo y un cuadro desolado de la condición humana, cuya inevitable perspectiva es la muerte (nadie entendía esto mejor que el convaleciente Zelenka). Los episodios corales manifiestan el extraordinario dominio del contrapunto del compositor (no hay más que escuchar el vigoroso “Kyrie” de apertura, o el “Crucifixus”) y su gusto por los giros armónicos elípticos (“Qui sedes”). Cada número musical es en sí mismo una pequeña joya, aunque lo que más se impone a la atención del oyente es posiblemente el equilibrio y el carácter unitario de la arquitectura global, reforzando una vez más el paralelismo con la Misa en si menor de Bach. No es para menos, puesto que la Missa votiva es sin duda una de las cumbres de la música sacra barroca.
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